Bob Leman (1980) Window (Ventana)

Nos gusta especular fácilmente sobre otras dimensiones, alternar universos, paralelizar mundos. Pensamos lo diver­tido que sería poder explorar tales lugares —como la Tierra, la Tierra misma, con distintas evoluciones. Sin embargo, las distintas evoluciones traen consigo criaturas diferentes a las conocidas en esta versión de la Tierra. Seríamos prudentes en abstenernos de abrir ven­tanas a tan extensas visiones.

—No sabemos qué diablos pasa allá —le dijeron a Gilson en Wa­shington—. Puede ser algo muy grande. El loco encargado trató de no mencionarlo, pero el ejército estaba prestando rutinas de seguri­dad y el oficial comandante nos alertó. Se trata de un proyecto de locos. Aparentemente fue fundado hace años sin que nadie le diera importancia. Percepción extrasensorial, por el amor de Dios. Y tal vez hayan encontrado algo. Por lo menos eso cree el coronel de se­guridad. Averigüen de qué se trata.

 El loco-encargado era un arrugado profesor de psicología llamado Krantz. Él y el coronel recibieron a Gilson en el aeropuerto. Se dirigieron directamente al sitio en un sedán del ejército. El co­ronel empezó a hablar de inmediato.

—Usted tiene algo muy raro aquí, Gilson —le dijo—. Jamás he visto cosa igual, ni nadie más tampoco. Es un problema para este mistificado Krantz. Nosotros sólo somos de seguridad, aunque hasta ahora no se han necesitado medidas al respecto. Ni siquiera ha ha­bido necesidad de mantenerlo en secreto, a no ser para evitar las risas públicas. Nuestras disposiciones son…

—Dr. Krantz —dijo Gilson—, sería bueno que me diera usted un informe general de la situación, por ahora no tengo ninguno.

Krantz encendió un puro. Soltó una fétida nube de humo y dijo:

—Hemos perdido un edificio prefabricado, una computadora POBEC, algún instrumental médico y un investigador llamado Culvergast.

— ¿Qué quiere decir con «hemos perdido»? —preguntó Gilson.

—Desaparecieron, no están. Todo un edificio y lo que estaba dentro de él. Ya no está allí. Pero tenemos algo a cambio.

— ¿Qué cosa?

—Espere y véala por usted mismo —dijo Krantz—. Llegaremos en unos minutos.

Dejaban atrás el área metropolitana y comenza­ban a ver una serie de pueblitos aledaños en decadencia. La carre­tera serpenteaba sobre el valle a lo largo del río, donde estaban enclavados los pueblitos, ninguno de los cuales tenía más de dos cuadras de largo o ancho, con calles laterales que trepaban hacia los riscos. En una de estas comunidades moribundas, se alejaron de la carretera y comenzaron a rodear un camino empedrado cuya su­perficie cambió a escoria cuando las casas se perdieron de vista. Más allá de la cima del escarpado, aquel camino empezó a descender tan abruptamente como había ascendido, y después de un cuarto de milla dieron vuelta a una vereda cuya entrada hubiera pasado inadvertida por alguien sin interés de encontrarla. Ahora se encon­traban en un bosque; ya había sido podado, pero hacía tanto tiem­po de ello, que daba la impresión de ser virgen, alto, silencioso, y algo sombrío en este día gris.

—Bonito —dijo Gilson—. ¿Cómo puede un proyecto como éste llevarse a cabo en un lugar tan lejano?

—El lugar estaba disponible —dijo el coronel—. Lo ha estado desde la Segunda Guerra Mundial. Fue utilizado para ciertos trabajos y lo cerraron en 1948. Quedó vacío hasta que el profesor lo ocupó.

—Culvergast es un poco excéntrico —dijo Krantz—. No acepta­ba trabajar en la universidad, decía que había demasiada gente ahí. Cuando oí que este sitio se encontraba disponible, lo solicité, y lo conseguí, junto con el coronel. Culvergast ha estado contento con el sistema, pero creo que algo molesto con el coronel.

—Es un perfecto lunático —dijo el coronel—, y sus pequeños ayudantes aún más.

—Bien, ¿qué diablos estaba haciendo? —preguntó Gilson.

Antes de que Krantz pudiera contestar, el chofer frenó ante una reja frente a la vereda. Tenía una pesada cadena y estaba vigi­lada por soldados armados. Uno de ellos, con una metralleta en la mano, se asomó al vehículo.

— ¿Todo bien señor? —preguntó.

—Todo bien, con waffles, sargento —dijo, el coronel. Era sin duda una contraseña. El guardián abrió el candado enorme que aseguraba la cadena.

—Bastante primitivo —dijo el coronel mientras pasaban la reja dando tumbos—, pero servirá mientras lo acondicionamos. Tenía­mos hombres con perros patrullando la barda. —Miró a Gilson—, casi llegamos. A ver qué les parece. . .

Era una casa. Se encontraba en el centro de un claro lleno de sol, blanca, brillante e incongruente. A su alrededor se erguía el sombrío bosque bajo un cielo nublado, mas por alguna razón inex­plicable, había luz solar sobre la casa, reflejado en sus bruñidas ventanas, el colorido de las flores vivo y resplandeciente, sus pare­des proyectaban su blancura contra el gris de los alrededores; era un área iluminada, rodeada de edificios abandonados.

—No pudo haber escogido mejor ocasión —dijo el coronel—. Soleado allá, nublado aquí.

Gilson no escuchaba. Se había bajado del auto y miraba fasci­nado — ¡Jesús! —exclamó—. ¡Parece una maldita postal Victoriana!

La mansión de madera estaba tallada con diseños como encaje, el pronunciado techo con sus aleros trepaba hacia torres y torrecillas.

Altos ventanales denunciaban numerosas y amplias habitaciones. Parecía ser nueva, o cuando menos acabada de pintar y extremada­mente bien cuidada. Una entrada para automóviles, de fina grava blanca, conducía a la casa bajo un alto porte-Cochére.

— ¿Qué le parece? ¿Algo como la casa de su abuelo? —dijo el coronel.

Y en realidad, así era: como la casa del abuelo, agrandada, per­feccionada y vista a través de un lente de romántica nostalgia.

— ¿Y esto obtuvo a cambio de una casa prefabricada? —preguntó,

—Como aquella —dijo el coronel, al señalar a una deteriorada construcción—. Podríamos usar la prefabricada, desde luego.

— ¿Qué quiere decir con eso?

—Ponga atención —dijo el coronel. Tomó una pequeña piedra y la arrojó hacia la casa. La piedra se elevó, llegó hasta su mayor grado de elevación y empezó a descender. De pronto ya no estaban ahí.

—A ver —dijo Gilson—. Ahora me toca a mí.

Arrojó la piedra como si fuera una bola de béisbol, alta y con fuerza. Desapareció como a unos quince metros de la casa. Mientras observaba el punto de desaparición, Gilson se percató del verde prado, el cual terminaba justamente debajo. Allí nacía el suelo ro­coso y enramado del claro. La línea de separación era perfecta y rectilínea, corría en ángulo sobre los prados. Junto a la carretera, hacía un giro de 90° y cortaba pedazos de prado, de carretera y de matorrales con la misma y precisa rectitud.

—Eso es rectangular —dijo Krantz—, como de treinta metros por la­do. Probablemente un cubo. Sabemos que tiene como veintisiete metros de altura y tal vez unos tres metros bajo la superficie.

— ¿Eso? —Preguntó Gilson—.  ¿Qué quiere decir con «eso»?

—Llámelo como quiera. Una televisión tridimensional, un re­ceptor de treinta metros cuadrados, tal vez. Una pelota cúbica de cristal. . . —respon­dió Krantz.

—Nuestras rocas no chocaron contra la casa. ¿A dónde se irían?

—Es una buena pregunta. El contestarla aclararía todas nues­tras dudas.

Gilson tomó una bocanada de aire.

—Muy bien, ya lo vi. Ahora cuénteme todo desde el principio.

Krantz mantuvo silencio por un momento; de pronto, con voz seca dijo:

—Hace cinco días, el 13 de junio, a las 11:30 am, tal vez tres minutos antes o después, el guardián del puente, Ellis Mulvihill, es­cuchó una explosión callada, según la describió después. Entró a la zona, cerró la reja tras de él y corrió hacia el claro. Estaba azorado, temblaba, pues vio esa casa en lugar de la casa prefabricada de Culvergast. Tal vez se quedó boquiabierto, parpadeante al tratar de asimilar su visión. Entonces corrió hacia la garita de guardias y lla­mó al coronel, el cual me llamó a mí. Llegamos y nos encontramos con la desaparición de un pedazo de tierra, de un edificio con un hombre dentro, y con la aparición de esta casa tan aseadita como una quinceañera.

—Pensará usted que la casa prefabricada tuvo la misma suerte de las piedras lanzadas por nosotros —dijo Gilson. Era una afirmación.

— ¿Por qué? Ni siquiera estamos seguros de su desaparición. Lo que vemos no puede estar en donde lo vemos. Sobre esa casa llueve cuando hay sol aquí y en este momento usted puede ver los rayos del sol sobre ella. Es una ventana.

— ¿Una ventana de qué?

—Bueno, esa parece ser una casa nueva. ¿Cuándo las cons­truían así?

—En 1870 u 1880.

—Así es —dijo Krantz—. En este momento presenciamos una escena del pasado.

—Ah, por el amor de Dios —dijo Gilson.

—Sé como se siente. Puedo estar equivocado. Sin embargo, hay mucha coherencia en mis palabras. Me gustaría saber la opinión de Reeves. Ha estado aquí desde el principio. Es un estudiante gra­duado, asistente. ¡Reeves!

Un joven alto y muy delgado se irguió de su posición agachada, junto a una máquina de extraño aspecto, la cual se encontraba cerca de la línea entre el pasto y los desechos y miró a los tres hombres. Reeves era un entusiasta.

—¡Ah! Es el pasado —dijo—. En algún lugar de los ochentas. Mi novia me trajo algunos libros costumbristas y las ropas coincidían con esa década. La decoración de los arneses de los caballos nos da también algunas pistas.

—Espere un minuto —interrumpió Gilson—. ¿Ropas? ¿Significa eso que hay personas adentro?

— ¡Claro! —Dijo Reeves—. Una simpática familia. La mamá, el papá, la hija, el hijo, la tía o la abuela. Un perro. Son gente buena.

— ¿Cómo puede usted saberlo?

—Los he observado durante cinco días. Y el clima ha sido bueno tanto para ellos como para nosotros. Además se llevan bien entre ellos, ya lo verán ustedes mismos.

— ¿Cuándo?

—Bueno, ahorita están en la hora de la comida. Siempre salen después de comer. . . yo diría, en una hora.

—Esperaremos —dijo Gilson— cuénteme más por favor. Krantz prosiguió.

—En cuanto al origen, aún no hay nada. Tenemos una ventana hacia el pasado, según creemos. Podemos ver a través de ella y lo sabemos por la luz; pero ésta sólo pasa en una dirección, así lo evi­dencia el hecho de que nosotros podemos ver a esas personas sin ser vistos. No pasa nada más. Usted vio lo que pasó con las piedras. Hemos arrojado objetos sobre la interfase aquella y no ha habido resistencia alguna. . . pero todo desaparece al penetrarla. Sabe Dios hacia donde. Lo que llega ahí, ahí se queda. Es fascinante. Pero sea lo que sea, no está donde se ubica la casa. Esa interfase no está en­tre nosotros y el pasado; está entre nosotros y algún otro lugar. Tal vez esa ventana sea producto de un efecto incidental, alguna des­viación del tiempo resultante de las tensiones resistentes a lo largo de esa interfase.

Gilson suspiró.

—Krantz, ¿qué voy a decirle al secretario? Presenciamos el su­ceso más grande del siglo y lo hemos callado durante cinco días. No sabríamos nada al respecto de no haber sido por el reporte del coronel. Hemos desperdiciado cinco días. ¡Quién sabe cuánto du­rará esto! La maldita agrupación científica debió haber estado aquí desde el primer día. Esto requiere de total atención. A estas alturas, el lugar debería ser un panal de abejas. Y ¿qué es lo que encuentro? A usted y a un estudiante graduado, aventando piedras y probando con estacas. Y a una muchacha con sus libros de fechas y cos­tumbres. ¡Esto es criminal! —Krantz no se veía abatido.

-Pensé que diría eso, pero escuche mi punto de vista. Le guste o no, esta «cosa» no es producto ni de la tecnología ni de la cien­cia. Fue pura psi. Si podemos reconstruir el trabajo de Culvergast, quizás podamos descubrir la verdad; podríamos entonces repetir el fenómeno. Pero no me agrada lo que va a suceder cuando llame us­ted a sus técnicos, Gilson. Medirán, probarán, conjeturizarán y teo­rizarán, mas nunca aceptarán las bases reales del hecho. El día de su llegada, estaré fuera. Y maldita sea, Gilson, esto me pertenece.

—Ya no —dijo Gilson—. Es demasiado grande para ser propie­dad particular.

—No, mientras estemos trabajando en un experimento difícil muy nuestro—dijo Krantz—. Reeves, dile sobre tu máquina batidora.

—Sí señor —dijo Reeves—. Verá usted, señor Gilson. Lo que dijo el profesor no fue toda la verdad, ¿sabe? Hay ocasiones en que algo sí puede traspasar la ventana. Lo vimos el primer día. Hubo una in­versión en la temperatura en el valle y el hedor de la planta de pro­ductos químicos se había acumulado más o menos por una semana. Ese día estalló y el aire fétido nos contaminó. Era un hedor de podredumbre. Estábamos observando aquella gente, y de repente comenzaron a sorber y a arrugar las narices con rostros de disgusto. Debía de ser por el hedor químico, pensamos. Hicimos la prueba con una estaca de inmediato, pero la punta desaparecía, como siem­pre. El profesor sugirió la presencia de un latido o algo así en la interfase, cuya existencia era tan sólo intermitente. Remendamos unos artefactos para probar la idea. Acompáñeme y veámosla.

Era un volante horizontal con una pala atada a la orilla, como una abrazadera extendida. Cuando el volante giraba, la pala rodeaba una mesa. Había una tolva arriba y en intervalos algo caía de la tol­va hacia la mesa y la pala lo despedía de inmediato por los aires. Gilson se asomó dentro de la tolva y arqueó las cejas.

—Cubos de hielo —dijo Reeves—, pintados de anaranjado para verlos mejor. Esa cosa dispara un cubo de hielo hacia la interfase cada segundo.

Alguien se encarga del cronómetro. Cada 15 horas con 20 minutos la cosa se abre durante cinco segundos. Cinco cubos de hielo atra­viesan y caen sobre el césped interior. El resto del tiempo se desva­nece en la interfase.

— ¿Cubos de hielo? ¿Por qué?

—Se derriten y desaparecen. No podemos aclarar el pasado con artefactos del presente. Sólo Dios sabe cuáles serán los efectos. Además son baratos y arrojamos una gran cantidad de ellos.

—La ciencia —dijo Gilson pesadamente— no puede esperar a es­cuchar los comentarios que van a suscitarse en Washington.

—Búrlese a gusto —dijo Krantz—, la casa está allí, como la interfase. Nos encontramos frente a una maraña del tiempo, y Culvergast el loco, lo logró, y no un físico o un ingeniero.

—Ahora que lo menciona, ¿qué diablos intentaba Culvergast?

—Buena pregunta. —Trataba de descubrir hechizos.

— ¿Hechizos?

—De los cuales somos víctimas. Palabras mágicas. No se disgus­te aún. En cierta forma tiene sentido. Somos capaces de entender la telekinesis —la manipulación de la materia sobre la mente. Es obvio que la telekinesis, si pudiera ser aplicada con precisión, sería un arma maravillosa. La hipótesis de Culvergast se basa en la exis­tencia de personas que hacen proezas con la telekinesis, y, aunque nunca parecen saber explicar cómo lo logran, sí llevan a cabo una específica acción mental que les permite conectarse con cierta fuente de energía que aparentemente existe a nuestro alrededor, y hasta cierto grado enfocar y dirigir tal energía. Culvergast se pro­puso descubrir el factor común de ese proceso mental.

—Muchos telekinistas pasaron por aquí, y reportó haber encon­trado un patrón, una especie de dispositivo mnemotécnico con un funcionamiento en el fondo, o por debajo, del nivel verbal. En al­gunas de las personas lo encontró como una colección de notas musicales, en otras como sonidos intangibles, y en uno en especial —dijo— como matemáticas en el nivel primario de la aritmética.

Todo esto lo volcaba a la computadora, trataba de eliminar los rui­dos simples y la idiosincrasia personal de los sujetos, trataba de de­jar al desnudo la esencia verdadera y efectiva. Luego se propuso organizar esta esencia a la palabra; palabras que al formar de tal modo las cornetes mentales del locutor en el estándar del idioma norteamericano, lograrían canalizar y manipular la energía telekinética a vo­luntad del locutor. Palabras mágicas, podríamos decir. Hechizos.

—Evidentemente había logrado más de lo que yo pensaba. Creo que llegó a unas palabras, hizo la prueba con ellas, e intentó la tele­kinesis —en un grado pequeño y elemental, como hacer que un ce­nicero se elevara de su escritorio y volara por los aires, quizás. Y dio resultado, pero no fue solamente una pequeña fuerza de levanta-ceniceros; había abierto de par en par la reja y por ella entró alguna energía terrible. Son puras conjeturas, desde luego, pero ha de ha­ber sido algo así para tener un efecto como éste.

Gilson había escuchado en silencio. Luego dijo:

—No voy a decir que está usted loco, porque veo la casa y lo que está pasando con los cubos de hielo. Después de todo el cómo sucedió no es mi problema. Mi problema estriba en lo que le voy a recomendar al secretario para encontrarle solución a todo esto. Una cosa es segura, Krantz: esto no será tu privacía dentro de poco.

Reeves exhaló un chillido de dolor.

—No pueden hacer eso. Esto es nuestro. Es del profesor. Véan­lo, miren la casa. ¿Quieren a una horda de malditos ingenieros me­tiches husmeando con ESO?

Gilson entendía la reacción de Reeves. La casa estaba ahora bañada de luz crepuscular; parecía brillar interiormente con un pro­fundo y rosáceo rubor. Pero, reflexionó Gilson. El crepúsculo no era realmente necesario; el sentimiento y lo universal, la no reco­nocida añoranza de tiempos más claros y simples, podrían ser lo suficientemente rosados. Él estaba consciente que aquella oleada de nostalgia era provocada por algo desconocido, la forma de vida de la casa, epitomizada ante él, era su propia creación, hecha a base de estrados de novelas y películas, sin embargo tenía hambre de aquella vida, añoraba aquel tiempo. Era un tiempo gentil y seguro —pensó— un tiempo en donde se caminaba sin prisa, se respiraban aires limpios; un tiempo lleno de gracia y estilo, cuando los jóvenes usaban chamarras a rayas y sombreros de copa galanteaban con las jovencitas ataviadas con largos vestidos blancos, mientras la tarde veraniega caía, roja y callada sobre las pláticas en el porche. Daban paseos en bicicleta por arriba de las colinas, junto a los arroyos; por las noches salían a pasear en carrozas a la luz de la luna mien­tras los somnolientos caballos escuchaban las tiernas declaraciones amorosas de las parejas, rodeados por los cánticos de las aves. Excursionaban río abajo, en busca de algún claro limpio, para des­pués remar al compás de alguna banda musical.

Sí —pensó Gilson—, y probablemente habrá por ahí algún mago con su baúl lleno de adjetivos, el cual suspiraría y diría: — ¡Ah! ¡Los tiempos pasados siempre fueron mejores!

Si no actuaba con cautela, acabaría ayudando a Krantzya Reeves a mantener el asunto oculto. El joven Reeves —extrañamente, para alguien de su edad— parecía un nostálgico incurable. Su descripción de la familia de la casa habría sido detallada.

¡Ah, definitivamente había llegado el tiempo de llamar a los muchachos de frías miradas! Ya era hora.

—Saldrán en cualquier momento —decía Reeves— esperen a ver a Marta.

— ¿Marta? —preguntó Gilson.

—La niña, es una muñeca.

Gilson lo miró, Reeves resumió. —Bueno, les puse nombres.

—Los chicos. Marta y Pete. El perro se llama Alpie. Van de acuerdo con esos nombres. —Gilson no contestó y Reeves excla­mó—: Véanlos por ustedes mismos, ahí están.

Una agradable familia, como lo había dicho Reeves. Después de observarlos durante media hora, Gilson estaba listo para coinci­dir en lo comprometedor del asunto, perfecto tanto la casa como sus habitantes. No hacía falta nada más para completar algún cua­dro Victoriano. Los padres eran bien parecidos y aún se amaban, los chicos se mostraban alegres y contentos frente a su mundo. Al menos así le pareció mientras los veía bajo la oscuridad del atarde­cer.

Se imaginaba la agradable y afectiva conversación de los padres mientras se sentaban sobre el columpio del porche, y casi escuchaba los juguetees de los niños y los ladridos del perro mientras corrían junto al lago.

La oscuridad se acentuaba; las lámparas de petróleo despedían una luz melosa cuyo reflejo acariciaba los cristales de las ventanas y un grupo de luciérnagas aleteaba sobre el prado.

Se vio un arco de fuego cuando el padre apagó su puro y se puso de pie.

Siguió después una pequeña y hermosa pantomima, llamaba a los niños y estos protestaron, se les permitieron unos minutos más de esparcimiento y fueron llamados de nuevo con firmeza.

Se dirigie­ron hacia el porche y entraron a la casa.

El perro se había retrasado un poco para regar un matorral y de inmediato se les unió; luego entraron el padre y la madre. La puerta se cerró y tan sólo queda­ba el reflejo de la luz en las ventanas.

Reeves exhaló extasiado. — ¡Qué hermoso! Eso es vivir. Si una persona pudiera mandar al diablo todo esto y regresar a aquellos tiempos. . . y Marta, la vieron. Es un ángel, ¡Ah!, daría cualquier co. . .

Gilson lo interrumpió: — ¿Cuándo aparecerá la próxima ronda de cubos de hielo?

—.. . sa por.. . Ah, sí. Veamos. La última penetración fue a las 3:15, poco antes de su llegada. La siguiente será a las 6:35 am, si el patrón se mantiene, y debe mantenerse.

—Quiero ver eso, pero en estos momentos debo hacer algunos llamados telefónicos, Coronel.

Gilson no durmió esa noche, tampoco Krantz, ni Reeves apa­rentemente. Cuando llegó al claro a las 5:00 am, ahí estaban ellos, sin rasurar y con los ojos rojos, bebían café en sus termos.

Se había nublado de nuevo el cielo y el claro estaba totalmente oscuro ex­cepto por una pálida luz más allá de la interfase, en donde estaba a punto de emerger un día soleado.

— ¿Alguna novedad? —preguntó Gilson.

—Eso mismo me pregunto yo—dijo Krantz—. ¿Qué va a suceder?

—Más o menos lo que usted esperaba, me temo. Esta tarde el lugar va a parecer un panal de verdad. Mañana en la noche tendre­mos suerte si logramos encontrar un lugar en donde pararnos. Bannon ha estado pegado al teléfono desde mi llamada, en contac­to con los científicos, y éstos a su vez con los técnicos, quienes traerán las máquinas. El ejército se encargará de la seguridad. ¿Pue­do robarles un poco de café?

—Tómelo. Usted trae malas noticias.

—Lo siento —dijo Gilson pero así es.

— ¡Maldición! —gritó Reeves, a punto de romper en llanto—. Ese será mi fin. No me permitirán entrar. Un maldito estudiante de psicología nada más. No me dejarán ni acercarme al lugar. ¡Maldi­ta sea! —miró a Gilson con desesperación.

El sol había salido, su luz caía gris sobre el claro, pero brillante sobre la casa a través de la interfase.

Sólo se escuchaba el ajetreo de la máquina de hielo. Los tres hombres miraban en silencio la ca­sa. Gilson bebió su café.

—Ahí está Marta —dijo Reeves—, arriba. —El pequeño rostro apareció entre las cortinas de la ventana del segundo piso y unos brillantes ojos azules saludaban a la mañana—. Hace eso todos los días —siguió diciendo Reeves—, se sienta allí y observa a las aves y a las ardillas mientras la llaman para desayunar.

La miraban y ésta observaba algo más allá del ventanal, y ese algo estaría a la zaga de los tres hombres si su mundo hubiese sido el mismo.

Gilson casi voltea para ver de qué se trataba.

Reeves aparentemente sintió el mismo impulso.

— ¿Qué mirará con tanto ahínco? No necesaria­mente el bosque, tal vez alguna pradera o algún ganado. Caray, me gustaría estar en esa ventana y descubrirlo.

Krantz miró su reloj y dijo: —Será mejor que vayamos allá. Faltan tan sólo unos minutos.

Se dirigieron hacia donde la monótona máquina arrojaba cubos de hielo dentro de la interfase.

Un soldado, cronómetro en mano, estaba sentado atrás del aparato, anotaba cualquier cosa fuera de lo normal en su lista.

—Faltan dos minutos Dr. Krantz —dijo.

Krantz le comentó a Gilson. —No pierda de vista los hielos. No puede perdérselo.

Gilson miraba la máquina, y le divertía el rit­mo de aquellos sonidos caseros: «plop» -el goteo de los cubos; «uissh» —la pala giraba: «Pock» —la pala chocaba contra los cubos de hielo.

De pronto una trayectoria recta hacia el interior de la in­terfase, en donde el pequeño y anaranjado proyectil desaparecía abruptamente. Un segundo después, otro. Otro más.

—5 segundos —dijo el soldado— 4, 3, 2, 1, ¡Ahora!

Su conteo falló por un segundo; el cubo de hielo desapareció como sus predecesores. Pero el siguiente continuó su vuelo y cayó sobre el prado. Refulgía.

Entonces es un hecho —pensó Gilson.

Los cubos de hielo viajan a través del tiempo.

De pronto a sus espaldas se escuchó un incomprensible grito tanto de Krantz como de Reeves, después un fuerte, claro y angus­tioso: — ¡Reeves, no! —de Krantz. Gilson escuchó el estampido de pies encarrerados y atrapó de reojo un rápido movimiento en el borde de su visión.

Se dio vuelta a tiempo para ver la figura desgar­bada de Reeves volar a su lado, arrojarse a través de la interfase, y aterrizar cuan largo era sobre el césped.

—¡Tonto! —dijo Krantz con violencia. Un cubo de hielo salió disparado para caer junto a Reeves. La máquina volvió a batear; un cubo voló y desapareció. Los cinco segundos accesibles habían llegado a su fin.

Reeves alzó la cabeza y se quedó un momento contemplando el pasto bajo él.

Viró su mirada hacia la casa. Se puso lentamente de pie, con una expresión divertida. Una sonrisa empezó a dibujar­se en su rostro y los hombres que miraban todo desde el lado opuesto casi podían leer sus pensamientos: Bueno, que me condene.

Lo lo­gré. Aquí me tienen.

Krantz balbuceaba sin control. —Aún estamos aquí, Gilson aún estamos, aún existimos, todo es igual, al parecer.

Tal vez él no cambió del todo las cosas, tal vez el futuro está arreglado y él no cambió en realidad nada. Yo me temía algo así. Desde tu llegada, él ha es­tado. . .

Gilson no lo escuchó. Miraba azorado e incrédulo a la chiquilla en la ventana, trataba de comprender y no creía lo que veía.

El com­portamiento de la niña era equivocado, mucho muy equivocado.

Un hombre se había materializado en su prado, de pronto, de la nada, una soleada mañana y ella no había mostrado ni sorpresa ni temor. Había sonreído, espontáneamente.

Su sonrisa se agrandaba más y más y daba la impresión de querer partir su rostro en dos partes, su sonrisa mostraba demasiados dientes, una sonrisa fija, in­congruente y terrible bajo aquellos brillantes ojos azules. A Gilson se le revolvió el estómago; comprendió su pavor.

Su cara desapareció de súbito de la ventana; unos segundos después se abrió la puerta principal y la niñita corrió hacia ellos, con velocidad fúrica, hacia Reeves.

Se movía en forma curiosa co­mo de huida. Cuando estuvo a unos cuantos metros de Reeves, se le abalanzó, con la agilidad de una pulga.

Los ojos de Reeves trata­ban de no parpadear, cuando sintió la filosa mordida en el cuello.

Ella lo soltó y retrocedió de un salto. Un chorro de sangre bro­tó de su cuello, se quedó estupefacto unos instantes y luego se cu­brió la herida con las manos; la sangre le escurría por entre dedos y brazos.

Cayó de rodillas sin dejar de mirar a la niña, asombrado. Se tambaleó y clavó el rostro sobre el césped.

Ella lo miraba con la frialdad de los reptiles; la terrible sonrisa aquella aún prevalecía. Estaba desnuda, y a Gilson le pareció que te­nía el torso y la boca extraños.

La niña se volteó y gritó hacia la casa.

En un instante aparecieron todos, el padre, la madre, el hermanito y la abuela, todos desnudos.

Sus bocas comenzaron a deformarse.

Rodearon el cuerpo, se agazaparon sobre él y desgarraron las ropas. Allí sobre el prado, bajo aquel sol matutino, la ejemplar familia comenzó a devorar.

El balbuceo de Krantz se tornó en pavor: —Santa María, Madre de Dios ruega por nosotros… —El soldado del cronómetro vomitó ruidosamente.

Alguien vació una metralleta sobre la interfase y el coronel maldijo con furia. Cuando Gilson ya no soportó ver aquel festín, se volteó y encaró al perro, sentado alegremente en el por­che. Meneaba la cola.

—¡Por Dios! Esto no puede ser cierto -exclamó Krantz—. Cosas así no pudieron pasar inadvertidas, estarían en los noticieros, en los libros, en la radio. Dios mío, ¿Cómo puede existir gente así?

—No hable como un idiota —le dijo Gilson, enojado—, así no fue el pasado. Ignoro qué es, pero no es el pasado, no puede serlo. Es. . . no sé, algún otro lugar, otra dimensión, otro universo. Una de esas teorías.

Mundos alternados, mundos de probabilidad o co­mo los llamen. Están en el tiempo presente, de acuerdo, toda esa podredumbre.

El maldito hechizo de Culvergast tocó uno de esos paralelos. Eso debió haber pasado. Por Dios. ¡Qué diablos encerra­ría su teoría para producir eso!

No son humanos, Krantz, no del todo, aunque lo parezcan, ¡»paseos en bicicleta»! Qué tan equivo­cado puede uno estar.

Al fin terminó. La familia descansaba sobre el prado con los es­tómagos llenos, cubiertos de sangre y grasa, sus párpados pesados por la satisfacción y el gozo.

Los dos pequeños se quedaron dormi­dos. El inmenso macho se encontraba pensativo.

Se levantó; reunió las ropas de Reeves y las examinó cuidadosamente.

Despertó a su hembra y al parecer le preguntó algo pausadamente.

Ella gesticuló: señaló y pantomimizó la súbita aparación de Reeves.

El miró el lu­gar en donde Reeves se había materializado y Gilson, durante un momento vio la despiadada mirada en aquellos ojos posarse sobre los suyos. El hombre se volteó y lentamente entró en la casa.

El claro se encontraba silencioso de no ser por el ruido de la máquina.

Krantz comenzó a llorar y el coronel a proferir monóto­nas maldiciones.

Los soldados se veían azorados. Todos estamos aterrados —pensó Gilson.

Sobre el césped, el resto de la familia parodiaba la culminación de aquel día de campo.

Los pequeños trajeron una canasta, bajo la meticulosa supervisión de las mujeres adultas, comenzaron a guar­dar las sobras del festín.

Uno de ellos lanzó un hueso al perro y el sol­dado del cronómetro vomitó de nuevo.

Cuando el prado quedó otra vez inmaculado, condujeron la canasta hasta el fondo y los adultos regresaron a la casa.

Un momento después emergió el macho, ata­viado con un traje de lino blanco. Llevaba un libro entre las manos.

—Una Biblia —dijo Krantz aún azorado— ¡es una Biblia!

—No puede ser. Esas «cosas» no pueden tener Biblias. Debe ser algún otro libro.

Parecía una Biblia; estaba forrado con piel negra, y cuando el machó comenzó a hojearla, en busca de un pasaje determinado, ellos vieron la similitud entre las hojas de aquel libro con las de una Biblia.

Encontró la página deseada y comenzó a leer en voz al­ta, como si declamara. Las palabras salían con claridad.

— ¿Qué diablos intentará hacer? —preguntó Gilson. De pronto la ventana desapareció.

La casa, el prado y el trajeado declamador desaparecieron tam­bién.

Gilson vio de reojo unos árboles al otro extremo de una pro­funda sima.

Una violenta ráfaga lo hizo caer, polvo y basura chillaban en las alturas.

El viento cesó de momento, como había aparecido, y una serie de objetos comenzó a estrellarse contra el suelo.

El área de la casa se había oscurecido por completo bajo una nube de polvo.

El polvo se asentó lentamente. En donde había estado la ventana, se encontraba ahora un gigantesco agujero sobre el piso, per­fectamente cuadrado, como de treinta metros de largo y tres de pro­fundidad, su fondo plano como el de una mesa.

Gilson lo miró antes de que el viento llenara el vacío, el cual mostraba ahora los lados, tersos y rectos como un queso partido con un filoso cuchillo; pero ahora comenzaban a aparecer unas pequeñas laderas alrededor, era para perder la razón; era de dudarse la coordinación coherente del psique del agujero y los bordes comenzaban a perder uniformidad. Gilson y Krantz se levantaron lentamente.

—Así fue como ocurrió —dijo Gilson—. Aquí estaba y ha desa­parecido. ¿Dónde está la casa prefabricada? ¿Dónde está Culvergast?

—Sólo Dios lo sabe —dijo Krantz sin pecar de irreverencia—. Ya no volverá jamás, me supongo. Cuando menos no está donde «esas cosas» están.

— ¿Qué son?

—Como usted lo dijo, de seguro no son humanos, o cuando menos, no tanto como lo podrían ser una araña o una ostra. Sin embargo, su aparición, su forma de vestir, la casa.

—Hay un número infinito de mundos posibles; es obvia la exis­tencia de distintos tipos y especies de vida.

Krantz se veía confuso. —Si, tal vez. Nosotros no sabemos nada —calló un instante—, esas cosas fueron terribles, Gilson. Ella atacó a Reeves en menos de una fracción de segundo. Él era un enemigo y ella lo sabía, por eso lo destruyó. Y tan sólo era una criatura. Debemos sentirnos seguros ante la ausencia de la ventana.

—Bendito sea Dios. ¿Qué le habrá sucedido a la ventana?

—Es obvio. Ellos saben cómo utilizar las energías descubiertas por Culvergast. El libro era de hechizos. Deben tener una ciencia al respecto. Intentos y cosas verdaderas, es parte de su sabiduría. Esa cosa usaba el libro como una herramienta rutinaria. Después de haber satisfecho su hambre, no necesitó más que unos veinte minu­tos para darse cuenta cómo llegó ahí Reeves y qué hacer al respecto. Tomó su libro de hechizos, escogió el que necesitaba (me gustaría ver el índice de ese libro) y pronunció las palabras mágicas. ¡Poof! desapareció la ventana y Culvergast, perdido sólo Dios sabe donde.

—Es posible, me imagino.   ¡Diablos!, quizás hasta probable.

Tiene razón, en realidad nada sabemos sobre todo esto.

De pronto Krantz se vio asustado. —Gilson, y si. . . mire. Si le resultó tan fácil cancelar la ventana, si posee ese tipo de control telekinético, ¿qué le impediría usar una ventana sobre nosotros? Tal vez nos estén observando en este momento, como lo hicimos noso­tros con ellos. Saben que estamos aquí ahora. ¿Qué se les podría ocurrir? Quizás necesiten carne. Quizás ellos. . . ¡Dios mío!

-No -dijo Gilson-. Imposible. La casualidad puso la ventana en ese mundo. Culvergast, no tenía idea de sus actos, como algún chimpancé frente a una computadora. Si la Teoría de la Posibili­dad de Mundos explicara esto, entonces el mundo aquel era uno entre miles. Aunque aquellas cosas vivientes supieran cómo hacer estas ventanas, las posibilidades de encontrarnos son muy remotas, en una palabra, imposible.

-Sí, sí, claro —dijo Krantz graciosamente—, claro, podrían in­tentarlo sin dar con nosotros jamás, incluso si se lo propusieran —pensó un momento—, y tal vez eso deseen. Fue puro reflejo cuando destruyeron a Reeves, tan involuntario como una reacción de rodi­lla. Ahora saben que estamos aquí e intentarán regresar; si les he tomado bien la medida, no podrán hacer nada más.

Gilson recordó los ojos. —No me sorprendería nada —dijo—, Pero ahora los dos debemos. . .

-¡Dr. Krantz! -alguien gritó- ¡Dr. Krantz! -Había un te­rror absoluto en la voz.

Los dos hombres se dieron la vuelta. El soldado del cronóme­tro los apuntaba con dedos temblorosos.

Mientras miraban, algo blancuzco se materializaba en el aire sobre la orilla del agujero y descendía lentamente para encontrarse con otro objeto similar en el suelo.

Apareció otro, otro más, otro más. Cinco en total, reuni­dos en un área de un metro cuadrado.

– ¡Sus huesos! — Dijo Krantz— ¡Dios mío Gilson, sus huesos!

—Su voz estaba al borde de la histeria—. Gilson —dijo—, deténganlo, deténgalo ¡Vamos! —corrieron hacia allá. El soldado ya había lle­gado, su rostro mostraba los síntomas del terror—. ¡Ese! —Dijo y apuntaba—, ¡Ese! Ese fue el que le arrojaron al perro. Vean las marcas de los colmillos. Dios mío, ése es.

Entonces ya han hecho una ventana —pensó Gilson. Deben sa­ber mucho al respecto, al haberla hecho tan rápido.

Nos observan. Pero ¿y los huesos? ¿Será tan sólo una advertencia? ¿Tal vez una prueba? Aun asi. ¿Por qué los huesos? ¿Por qué no una piedra, o un cubo de hielo? Tal vez para conocer nuestra reacción.

— ¿Y qué vamos a hacer? ¿Cómo protegernos de esto? Si la cooperación forma parte de la naturaleza de estas criaturas, la dul­ce familia aquella ya ha de haber corrido la voz por todos lados, y uno de estos días nos encontraremos con millones y millones de ellos, saltando simultáneamente por las ventanas por toda la tierra, materializados de pronto, como una nube de langosta voraces, in­mensa, prestos a saciarse y dejar tan sólo huesos tras de sí, un gi­gantesco y desértico osario. ¿Existirá protección alguna contra ello?

Krantz pensaba lo mismo. —Estamos en un aprieto, Gilson —dijo—, pero contamos con cierta ventaja. Sabemos cuándo se abre la maldita cosa con exactitud. Washington deberá de encargar­se del asunto y notificarlo a! mundo, a través de las Naciones Uni­das o algo así. Conocemos el instante preciso en la penetración de la ventana. Instalamos un sistema de advertencia en cada comuni­dad de la tierra y cuando llegue el momento, un sonar de campanas o silbatos nos indicará el lugar y todos estaremos prestos a combatir. Si la «cosa» no ha salido en los siguientes cinco segundos, las cam­panas tocarán de nuevo, y todos regresaran a sus labores, en espera del siguiente caso. Podría funcionar, Gilson, debemos trabajar rápi­do. Dentro de quince horas y dos minutos se abrirá de nuevo.

Quince horas y un par de minutos —pensó Gilson—, luego cin­co segundos de espantosa vulnerabilidad, después quince horas con veinte minutos de seguridad antes de que el terror regrese. Y otra y otra vez por. . . ¿Cuánto tiempo?

Se supone que hasta que «las co­sas» regresen, lo cual tal vez no suceda, (¿quién sabía el funciona­miento de sus mentes?), o hasta que el accidente de Culvergast se duplicara, lo cual quizás tampoco llegara a suceder.

Se preguntó si los seres humanos podrían subsistir bajo tales condiciones sin per­der la razón; era de dudarse la coordinación coherente del psique cuando la visión de todo su futuro descendía interminablemente hacia abismos de terror como sobre un trineo de hielo.

¿Podría alguna mente funcionar cuando sus únicas alternativas fueran, una hórrida muerte o una eterna tensión?

¿Habrá alguna forma —se preguntaba Gilson—, de supervivencia racial con el conocimiento de un futuro incierto transcurridas las siguientes quince horas y veinte minutos?

Fue entonces cuando vio, desesperanzado y desesperado a la vez, que no eran 15 horas y 20 minutos, ni siquiera una hora, ya no había tiempo. Al parecer, la ventana no era intermitente. La materialización era una confusión ósea y ropajes desgarrados, un remolino de desperdicios que caía al suelo para formar una desor­denada pila, ruidosa y presagiante.

***

[En Horror 5 (Lo mejor del terror contemporáneo) (Selección de Anne Jordan y Edward L. Ferman) (The Best Horror Stories from The Magazine of Fantasy and Science Fiction, 1988), Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1993]

Bob Leman nació el 22 de mayo de 1922 y falleció el 8 de agosto de 2006.

https://www.isfdb.org/cgi-bin/ea.cgi?Bob_Leman

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